Ricardo Lagos 16/12/2009
Hace unas semanas el mundo aguardaba expectante el resultado del encuentro entre los presidentes Obama y Hu Jintao: ¿cómo enfrentarían el desafío del cambio climático los líderes de las dos naciones con mayores emisiones de gases de efecto invernadero? ¿Produciría este encuentro un escenario óptimo para la conclusión de un acuerdo exitoso en Copenhague?
La decimoquinta Conferencia de las Partes de la Convención de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP 15) estará ya en plena ebullición cuando este artículo sea publicado. Seguramente para entonces, parte de la expectativa haya desaparecido. Sin embargo, y seguramente, una de las claves para el éxito en la lucha contra el cambio climático aún seguirá siendo un misterio: ¿concluirán las Partes un acuerdo legalmente vinculante o se conformarán con una serie de compromisos políticos?
Cuando los presidentes Obama y Hu Jintao anunciaron que alcanzar un acuerdo en Copenhague no sería posible, la decepción nos invadió. Afortunadamente, ésta sólo duró 48 horas, ya que el presidente Obama rápidamente declaró que la próxima ronda de negociaciones debería abarcar todos los elementos en juego y tener resultados operativos inmediatos. Una semana después, la Administración de Estados Unidos se comprometió a "una reducción del 17% de sus emisiones para el 2020 tomando como base sus emisiones al año 2005, y a llegar a una disminución del 83% para el 2050". China le siguió y dobló la apuesta al anunciar planes para reducir sus emisiones de dióxido de carbono por unidad de PBI en un 40% a 45% en base a sus niveles de 2005 y todo esto para el año 2020.
Copenhague, en una palabra, seguía intacto, pero muchos aconsejaban precaución. Dos cuestiones quedan todavía por ser dilucidadas: la primera, si un acuerdo jurídicamente vinculante sobre cambio climático, el tipo de acuerdo que asegure la sostenibilidad de planeta, será alcanzado o no; la segunda, si éste será global o al menos lo suficientemente global.
La cuestión de un acuerdo legalmente vinculante versus un compromiso meramente político se ha convertido en el último obstáculo a superar en las negociaciones climáticas. Un acuerdo jurídicamente vinculante se impone por muchas razones. Para empezar, un resultado de tal tipo, alentaría la confianza y quizás acercaría posiciones entre los Países Anexo I (países industrializados y economías en transición con la obligación legal de reducir emisiones de gases de efecto invernadero) y los Países no-Anexo I (países en vías de desarrollo sin obligaciones de reducción de emisiones). En algunos casos, esta desconfianza se debe a la falta de cumplimiento de compromisos financieros y tecnológicos de los primeros y a la resistencia de algunos
de los segundos para aceptar metas de reducción obligatorias atadas a un sistema de monitoreo y verificación.
Un acuerdo legalmente vinculante es aún más importante si se considera que las propuestas unilaterales de reducción realizadas por distintos países no lograrán mantenernos dentro del nivel de seguridad aconsejado por el Panel Intergubernamental de Cambio Climático. Este límite infranqueable se refiere a un aumento de 2 grados Celsius en las temperaturas promedio del planeta para el año 2100. De hecho, el renombrado Instituto de Sustentabilidad de Vermont sostiene que, aun cumpliéndose los compromisos anunciados unilateralmente, el incremento de temperatura rondaría entre los 2,8 y 3,7 grados Celsius para el 2100.
Por otra parte, toda reducción de emisiones requerirá de la participación del sector privado. Este sector tendrá un rol esencial en la lucha contra el cambio climático y será difícil que invierta en tecnologías limpias y de bajo carbono sin un marco de acción claro y predecible. El redireccionamiento de nuestra economía hacia una de bajo carbono requiere entonces tanto de metas como de reglas ciertas.
¿Pero, debemos empecinarnos con que se logre un acuerdo legalmente obligatorio? Después de todo, puede ser preferible demorarnos unos meses en lograrlo si con ello garantizamos un acuerdo exitoso, en vez de apurarnos y terminar con un conjunto de reglas poco ambiciosas. Nuevamente, dos puntos merecen responderse: primero, ¿será el futuro próximo tan diferente del actual como para hacernos pensar que los países estarán más dispuestos a alcanzar un acuerdo realmente ambicioso? En segundo lugar, si continuamos posponiendo decisiones cruciales, ¿no arriesgamos que las negociaciones climáticas se conviertan en un proceso similar al de la Ronda de Doha, tristemente conocida por arrastrar ad infinitum la toma de decisiones sin lograr resultados de verdadera importancia? Además, ¿no arriesgamos que la demora en el proceso genere aún más desconfianza?
Asumamos, entonces, que logramos un acuerdo. Evidentemente, es deseable que sea tan global y comprensivo como sea posible si lo que se busca es el éxito en la lucha contra el cambio climático. ¿Pero cuán realista es esperar que los compromisos de reducción sean realmente globales? Para empezar, los Países no-Anexo I rechazan revisar esta categorización. De esta manera, se niegan a que ciertos países en vías de desarrollo queden fuera de esta categoría y que, por lo tanto, se vean obligados a reducir sus emisiones de dióxido de carbono. China es uno de estos países.
El problema subyace en que la clasificación realizada en Kyoto entre Países Anexo I y Países no-Anexo I, responde a una realidad histórica, tecnológica y económica que ha cambiado drásticamente a lo largo de la última década. La China, India y Brasil de hoy, no son la China, India y Brasil de hace 12 años, cuando el Protocolo de Kyoto fue inicialmente adoptado y, mucho menos, aquellos que eran en 1990, el año base elegido por Kyoto para medir los niveles de reducción de emisiones. Estos países son hoy gigantes económicos emergentes. La categoría de Países no-Anexo I incluye, por lo tanto, grandes economías que comparten derechos de emisión similares o aun mayores que algunos Estados isleños muy vulnerables. Esta situación, aunque injusta y básicamente inaceptable, puede ser remediada de una manera que satisfaga todos los intereses.
Imaginemos un sistema donde los Países no-Anexo I se comprometieran a reducir un cierto porcentaje de sus emisiones a través de sus Acciones Nacionales de Mitigación Apropiadas (NAMAs, por sus siglas en inglés) y que -y aquí yace el secreto- una vez que éstas sean aceptadas y los recursos financieros necesarios para su desarrollo asignados, el cumplimiento de los compromisos se convierta en obligatorio para el país en cuestión. Esta opción, así descrita, podría significar un punto de encuentro aceptable para todas las partes.
La humanidad afronta un desafío colosal, probablemente el más complejo que jamás haya afrontado. El cambio climático implica un riesgo enorme para todos y en particular para los más vulnerables y las generaciones futuras. Es por ello que debemos comprender que no seremos juzgados por las dificultades transitorias de nuestro tiempo, sino más bien por el coraje que tengamos para tomar decisiones que repercutan positivamente en nuestro futuro común.