Manuel Vicent 08/02/2010
Probablemente la violencia como forma de cultura se inició en este planeta cuando se acabaron las nueces de los árboles donde nuestros padres vivieron encaramados durante millones de años y un día echaron pie a tierra y tuvieron que procurarse las proteínas en la carne, primero del pariente que tenían más a mano y después de los animales que cazaban. Devorar o ser devorado era la cuestión, antes de que el pensamiento llegara al cerebro humano. Cuando este dilema se resolvió a favor del primate, de forma que comenzó a matar más que a ser matado, el hombre inició su reinado en la tierra y se definió a sí mismo como ser racional pese a la necesitad de seguir devorando otra carne para alimentarse. Pero no está claro que el hombre sea un animal inteligente. Los niños, antes del uso de razón, en sus juegos salen de su conciencia y se convierten con toda naturalidad en caballos, en lobos, en pájaros. Esa etapa de la niñez en que las ranas pueden ser princesas corresponde a aquélla de la evolución de la conciencia en que los animales formaban parte de nuestros sueños. La danza primitiva y las primeras voces humanas imitaban los movimientos y los sonidos de las fieras a la hora de emparejarse. En el paraíso las serpientes hablaban. Una culebra enroscada en el tronco del árbol de la ciencia le dijo a Adán que podía ser Dios con sólo morder una manzana. De hecho, aquella serpiente pasó luego a adornar la mitra de los faraones y de los papas. En la antigüedad el porvenir se leía en las entrañas de las ocas, y los ojos de los búhos vigilaban el silencio de los muertos. La mitología se produjo primero creando animales imaginarios, nacidos del subconsciente, leones alados, dragones de siete cabezas, mujeres con colas de pez, y después de amasarlos en el Olimpo con las pasiones de los dioses, esos trasgos mentales pasaron a formar capiteles de las iglesias cristianas. En la cultura moderna el mundo animal está recobrando el prestigio que tuvo en la antigüedad, cuando muchos animales eran dioses. En ellos establece la última fase del amor, desde la anciana que tiene el corazón dividido entre el gato y el canario al teniente general retirado que es arrastrado por el capricho de su caniche de árbol en árbol, sin poder ya ejercer sobre él sus dotes de mando.