Juan Arias 16/02/2010
Lula deja un país con 20 millones menos de miserables que han pasado a tener categoría de ciudadanos y han entrado en el mercado de consumo. Hoy, Brasil, con sus casi 200 millones de habitantes, pretende tener una silla en el Consejo de Seguridad de la ONU. Lula hizo visible a Brasil y a sus posibilidades económicas y culturales, en la escena mundial.
No se dejó arrastrar por el señuelo de intentar una tercera victoria electoral, modificando para ello la Constitución, alegando, en limpio espíritu democrático, que "mejor que la continuidad en el poder es la alternancia, para la salud de la democracia". Se puede afirmar sin duda que se ha tratado de un gesto de generosidad política teniendo en cuenta que, de haberse presentado para un tercer mandato, hubiese ganado plebiscitariamente.
El presidente ex sindicalista consiguió algo que, cuando llegó al poder en 2003 parecía un imposible: desplazarse desde la izquierda de su partido, el Partido de los Trabajadores (PT), y poner en marcha, durante sus dos mandatos, una política económica neoliberal que dio seguridad y garantías a los inversores extranjeros. A la vez -en una especie de cuadratura del círculo- ha sabido conjugar esa política, aplaudida por los banqueros, con fuertes y vistosas políticas sociales, con las que conquistó a millones de pobres y gentes sencillas, ante quienes se presentó como un buen padre, aunque la oposición le califica de asistencialismo. "Hoy los pobres tenemos más comida en la mesa y podemos tener una tarjeta de crédito", me decía un jardinero, orgulloso de haber podido abrir una cuenta en el banco con 10 reales (4 euros).
Lula sale de escena, pero sabe que volverá, quizás ya en el 2014. Pero de momento sale. Y a partir del 1 de enero próximo, Brasil será un Brasil sin Lula. ¿Qué va a pasar? Nada. Seguirá siendo un país con instituciones democráticas consolidadas; un país que no sólo ha conseguido salir, sin quebrarse, de la crisis mundial, sino que ya está creciendo; un país sin posibilidades de golpes de ningún tipo y que, a pesar de algunos ribetes populistas, en algunos momentos -por la influencia sobre todo del chavismo- no se ha dejado arrastrar por el populismo de turno en América Latina.
Brasil es un país que va a seguir siendo respetado y admirado en el mundo, incluso ya sin Lula, porque fue él quien tuvo el coraje de respetar los cimientos democráticos que habían construido los ocho años de Gobierno de su antecesor, el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso.
Faltan cuatro meses para una contienda presidencial que va a ser dura y reñida, pero democrática. De no haber sorpresas de última hora, ni un solo analista político apostaría en un escenario diferente al que ya se está formando, con dos únicas candidaturas capaces de ganar las presidenciales de octubre: la de la ministra y ex guerrillera, Dilma Rousseff, de origen húngaro, que es la candidata preferida de Lula, una especie de sombra suya. Si ella venciera, las elecciones serían en realidad un tercer mandato de Lula y asegurarían la continuidad de un cierto lulismo, la política personal que Lula ha llevado a cabo, alejándose incluso de las directrices de su partido.
Pero Dilma, al mismo tiempo, no es Lula. Es casi un anti-Lula, porque más que una iluminada y una improvisadora como él, es una gestora, que carece del carisma desbordador de su jefe, que nunca se había presentado anteriormente a unas elecciones, ni para alcalde, y que llegó tarde al Partido de los Trabajadores que oficialmente la va a escoger como candidata en las próximas semanas, aunque no era su elección preferida. Lo fue siempre y sólo de Lula, que la escogió por ser mujer, por ser dura y fuerte de carácter. El mandatario piensa que si fue capaz de sobrevivir a la tortura, podrá tener firme el timón del país. Además, ella va a seguir las huellas de Lula más que las de su partido.
Dilma es más de izquierdas que Lula, que en verdad nunca lo fue. Dilma militó en los movimientos revolucionarios de la extrema izquierda que luchaban a favor de la dictadura del proletariado durante la dictadura militar. Fue encarcelada y torturada por los militares y hoy de aquel pasado le queda sólo un fuerte sentido social. Su pasión es la gestión del poder.
Si ganase Dilma, dicen los expertos en opinión, habrá ganado Lula, su fuerza de convicción. Si perdiese, habría perdido ella, que no habría sabido capitalizar el apoyo de Lula que, desde hace un año, la lleva del brazo a todas partes, hasta a una audiencia, el año pasado, con el papa Benedicto XVI.
Hoy, los sondeos la dan perdedora ante el socialdemócrata y gobernador de São Paulo, José Serra, aunque cada mes, ella va aumentando su índice de aprobación, que está en torno al 30% frente al 40% de su contrincante. Dilma crece en la medida en que los pobres van sabiendo que es la candidata preferida de Lula.
Serra, supondría la alternancia normal, ininterrumpiendo de alguna forma, la continuidad del PT en el poder, y del lulismo. Al igual que Dilma, el gobernador de São Paulo, un avezado en política que ha sido parlamentario y dos veces ministro, además de alcalde de la ciudad de São Paulo y hoy gobernador de dicho Estado con altísimo índice de aprobación, es también más un gestor que un carismático del poder. Es una persona seria, aunque entrañable, nada populista, que ya disputó en 2002 las presidenciales con Lula al que llevó al segundo turno y de quien siempre ha sido amigo personal. Su campaña no sería "contra Lula", sino "después de Lula". Se sitúa a la izquierda de Lula y pondría el acento en algunos baches que ha dejado el Gobierno actual.
Con Serra, Brasil sería un país sin Lula, pero aún con Lula, en el sentido que el gobernador paulista no niega ninguna de las conquistas sociales de su Gobierno, ni del brillo que el ex metalúrgico ha dado a Brasil en el mundo. Serra luchó en los movimientos estudiantiles durante el tiempo de la dictadura y tuvo que exiliarse largos años.
Lula desea que la campaña sea una especie de plebiscito entre lo que por el país hizo el Gobierno de su antecesor en sus ocho años y lo que él ha conseguido. Sería como preguntar a la gente si quieren seguir con las conquistas por él conseguidas o volver al pasado. Sin duda, es un falso dilema que Serra, si aceptara ser candidato, se encargará de desenmascarar. Para Serra, su Gobierno no sería una fotocopia del pasado socialdemócrata de Cardoso, sino una página nueva. Su programa, que estaría preparándole un equipo de sabios, estaría enfocado en "perfeccionar" lo que Lula comenzó y no quiso o no pudo llevar a cabo, y en mejorar aquellos campos en los que los ciudadanos se sienten más frustrados y aún insatisfechos, como educación, sanidad, seguridad ciudadana, reforma política, reforma fiscal y lucha contra la corrupción, sin contar la aún gran injusticia de Brasil: la tremenda disparidad entre ricos y pobres, entre blancos y de color, entre escolarizados y analfabetos.
Sin Lula ahora, y quizás con Lula mañana de nuevo, Brasil es un país que se ha subido ya al tren cierto que lo llevará a consolidar el milagro de su desarrollo. Las diferencias del posible sucesor de Lula, que no será ya un líder carismático, no van a separar un ápice a Brasil de su vocación de querer contar en la escena mundial, de su apuesta por la democracia y por un cierto e indiscutible liderazgo en América Latina y quizás, algún día, más allá.